En el siglo VI un romance prohibido terminó en una tragedia y se convirtió en leyenda. Ésta fue leída por una pareja del siglo XIII y los amantes corrieron con la misma suerte. Mientras vivía su propio romance clandestino, un escultor del siglo XIX se enteró sobre el segundo par y lo plasmó en una figura que quedaría para la posteridad. Son esas algunas de las historias que cuenta El Beso de Rodin.
Conocido como el padre de la escultura moderna, Auguste Rodin nació en París el 12 de noviembre de 1840. Su interés por las artes plásticas se había manifestado desde su infancia, pasando de ser aprendiz de tallista en una fábrica de ornamentación hasta convertirse en uno de los escultores más influyentes y revolucionarios de su tiempo. Su formación en la Petite École y la Escuela de Artes Decorativas de París sentó las bases para su futuro como artista, pero fueron su habilidad y creatividad innatas las que lo destacaron, pues demostraba una capacidad excepcional para capturar la belleza natural y el realismo en el modelado de figuras humanas. Sin embargo, al inicio de su carrera tuvo que luchar por obtener reconocimiento y aceptación de la élite artística, la cual no creía en su potencial. Por supuesto, estaban equivocados.
Para 1880, cualquier rastro de duda respecto a su talento se había disipado. Fue así que la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes de su país advirtió su potencial y el 16 de agosto de ese año le encomendaron la realización de la puerta decorativa que sería colocada a la entrada del Museo de Artes Decorativas de París. Las especificaciones de su elaboración indicaban que esta escultura habría de estar adornada con motivos que representasen La Divina Comedia de Dante Alighieri, particularmente El Infierno de esta obra. Una temática como esta le brindaba a Rodin un mundo de posibilidades, así que optó por realizar una serie de piezas que servirían de ornamentos a la puerta, a modo de que cada pieza individual representara uno de los nueve círculos por los que, según Dante, se componía el Infierno.
Nueve círculos, nueve piezas, pero esta historia sigue a aquella creada para el segundo nivel: el círculo de la lujuria. Para la creación de esta escultura, Rodin eligió basarse en el Canto V de La Comedia, en el cual Dante se encuentra con una joven quien le cuenta cómo y por qué ella y su amado terminaron en el infierno: «Un libro, aquel pasaje / cuando el hombre, mudo de embeleso, / besa como nadie hizo jamás. / Solos..., mi casto amigo, dulce paje, / puso en mis labios su encendido beso… / Y aquella tarde no leímos más».
La que hablaba en la obra era Francesca di Rímini, mujer noble del siglo XIII y protagonista de uno de los escándalos románticos más sonados de la época. Poco mayor de veinte años, había sido forzada a casarse con Giovanni (Gianciotto) Malatesta, un noble y militar que tenía una deformidad física que endurecía muchísimo su aspecto y que, además, era veinte años mayor. Sin embargo, en el proceso, Francesca conoció a otro hombre, Paolo. Ambos quedaron perdidamente enamorados y entablaron una relación. En este punto, el que Francesca ya estuviera casada representaba solo uno de sus problemas, pues la situación era agravada por el hecho de que Paolo era el hermano menor de su marido. Así, una noche, Giovanni los descubrió compartiendo un beso y los asesinó sin piedad. Un suceso por demás trágico, cuya narración Dante aprovechó para incluir una segunda historia entre líneas.
Cuando, desde el infierno, la joven Francesca habla del libro que leía con Paolo antes de morir, menciona «aquel pasaje» en el que se relata un apasionado beso, el cual correspondería a una serie de relatos medievales situados en, aproximadamente, el siglo VI. Por supuesto, como éstos fueron recopilados a lo largo de la historia, varias versiones fueron creadas, pero, a grandes rasgos, todas apuntan a una misma leyenda, la cual Dante conocía muy bien.
Titulada La leyenda de Tristán e Isolda, la historia de este romance inicia con Tristán, uno de los caballeros de la mesa redonda del Rey Arturo, en una misión encomendada por el rey Marco de Cornualles (su tío), para llevar a su tierra a Isolda de Irlanda, la mujer que el monarca pretendía desposar. El caballero había tenido que luchar contra un dragón para llegar hasta la joven, pero tarea mucho más difícil fue la de convencerla de partir junto a él tras evidenciarse que Tristán había no solo luchado contra Irlanda, sino asesinado al tío de Isolda durante una batalla. Sin embargo, al final, la rubia irlandesa terminó por ceder y aceptó zarpar junto a Tristán.
Antes de partir, la madre de Isolda le entregó una poción de amor para que bebiera con su futuro marido y, así, aquel matrimonio arreglado se convirtiera en uno que realmente la hiciera feliz. No obstante, ajenos a lo que tenían entre manos, Isolda y Tristán bebieron accidentalmente el brebaje y fueron condenados a amarse por toda la eternidad. Desafortunadamente, Isolda aún tenía una promesa por cumplir y fue eso lo que hizo.
Aunque ella ya estuviera casada con el rey, el efecto que la poción tenía en Tristán e Isolda iba más allá de las posibilidades del entendimiento humano y no tenía sentido intentar evitarlo, así que ambos mantuvieron en secreto su relación. Tras escuchar algunos rumores, el rey comenzó a prestar atención y, cuando la pareja menos lo esperaba, los descubrió. Su amor por Isolda y lealtad hacia Tristán impidieron que los asesinara en el instante, optando por desterrar al caballero y tratar de perdonar a su mujer.
Tristán abandonó el reino y retornó al campo de batalla, donde cayó herido de muerte. En esta situación, su último deseo era ver una vez más a Isolda y su mejor amigo le prometió que trataría de llevarla a su lado. Ambos acordaron que, si volvía con la mujer, izaría las velas blancas del barco y, si no, las velas serían negras. Para el momento en el que el que el velero se asomaba por el horizonte con las velas blancas al viento, Tristán se encontraba muy débil como para verlo. Así, le pidió a su esposa (con quien se había casado para tratar de olvidar el romance de su vida) que le dijera qué era lo que veía, y ella -como quizá era de esperarse- le habló sobre el barco con velas negras que se acercaba a la orilla. Descorazonado, Tristán se dejó morir en ese instante. Cuando Isolda llegó y encontró el cuerpo del caballero, se acurrucó junto a él y se entregó también a la muerte (¿familiar?). Algunas versiones concluyen la historia con ambos siendo enterrados uno junto al otro y dos árboles creciendo sobre sus tumbas con sus ramas entrelazadas para simbolizar la perpetuidad de su amor más allá de la muerte.
Pero el asunto no termina ahí. Existe una tercera historia reflejada en esta obra: el propio romance trágico de Rodin. Resulta que existe la posibilidad de que la figura masculina de El Beso fuera el mismo escultor, pero es más seguro que quien hizo de modelo para la figura femenina fuera una mujer a quien ya había retratado en algunas obras anteriores, su compañera creativa y amante, la brillante escultora Camille Claudel. Su relación había comenzado con Camille como aprendiz del artista, pero el talento y la genialidad se sintieron atraídos uno por el otro y el taller de Rodin se convirtió en el hogar de su apasionado romance. Como no podía ser de otra manera, el escultor se encontraba casado con quien había sido su compañera toda la vida, Rose Beuret, por lo que el romance con su joven aprendiz representaba un amor prohibido.
Sin embargo, tras 15 años, su relación se hizo insostenible y se apartaron. Camille, cansada de estar a la sombra de su maestro como artista y no ser más que la amante en su relación personal, partió por su cuenta, mientras Rodin se quedó con su mujer. Desafortunadamente, la ruptura fue el punto de inicio del camino que llevaría a la escultora a la depresión y a la locura, evidenciada, en parte, por la destrucción de su propia obra. Finalmente, Camille Claudel, quien culpaba a su relación con el artista por su destino, fue enviada a una institución psiquiátrica, donde permaneció hasta su fallecimiento en total soledad a los 79 años.
A Camille, cuyo arte es ahora ampliamente admirado, se le da el crédito de haber colaborado con Rodin para la finalización de La Puerta del Infierno. No obstante, algo curioso es que la escultura que el artista había preparado para representar el círculo de la lujuria -en torno a la cual gira todo este artículo- de repente no parecía servir a su propósito. La imagen de los amores prohibidos que en ella se reflejaban era tan bella que Rodin decidió que merecía existir por su cuenta, pues distaba mucho del aire lúgubre que los componentes de La Puerta necesitaban. Así, el escultor preparó otra pieza más adecuada para su encargo, mientras que bautizó a su romántica creación como El Beso, que terminó convirtiéndose en una de sus obras más valoradas.
Es imposible saber si Rodin estaba consciente de que al representar un relato con su obra estuviera contando mucho más que eso. De hecho, considerando que la leyenda original de Tristán e Isolda sirvió como inspiración para muchísimas obras distintas a lo largo del tiempo, la escultura de El Beso representaría más historias aparte de las tres en este artículo retratadas. Sin embargo, esta leyenda, el relato ficcionado por Dante y la experiencia del propio escultor son aquellas más cercanas a la pieza, Rodin lo haya pensado o no. Personalmente, me gustaría creer que, en algún momento, con el cincel en una mano y el martillo en otra, se le cruzó la idea por la mente. Solo pensarlo le brinda un encanto y profundidad extra a una ya de por sí extraordinaria escultura.