La Sílfide: Marie Taglioni y el primer ballet en puntas
- Cami Calasich
- hace 6 días
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La música, compuesta por Jean Schneitzhoeffer, era ligera pero melancólica, con pasajes de cuerda que parecían respirar, y pequeñas ráfagas de flauta que sugerían alas invisibles en movimiento. La bailarina era tan delgada que parecía no proyectar sombra; su figura envuelta en tul blanco se deslizaba sin peso. Llevaba el cabello recogido en coronas de trenzas, una firma que pronto copiarían miles, y calzaba zapatillas de satén blando, aún sin la dureza moderna que más tarde permitiría hazañas aparentemente imposibles. “En punta”, se escuchó la voz del coreógrafo, quien casualmente era su padre. “¿Qué?”, preguntó la joven bailarina deteniéndose de golpe, confundida. “La pieza entera la bailarás en punta”, recibió como respuesta y así nació el ballet como lo conocemos hoy. Bueno, seguramente fue muchísimo más complejo que eso, pero de lo que no cabe duda es de que aspectos clave de este arte —puntas incluidas— nacieron en 1832 en la sala de ensayo del afamado coreógrafo Filippo Taglioni mientras preparaba a su hija Marie para que protagonizara el ballet La Sílfide.

Filippo Taglioni no era un visionario extravagante ni un artista bohemio. Era, por sobre todo, un trabajador del ballet. Había nacido en Milán en 1777 y se había formado en la rigurosa escuela italiana, donde la técnica era prioridad. Como bailarín fue correcto, sin llegar a destacar, pero encontró su lugar como coreógrafo, especialmente en Alemania, Austria y Francia. Al iniciar la década de 1830, Taglioni buscó crear un ballet que capturara el espíritu romántico que dominaba las artes europeas del momento. No quería mostrar una historia terrenal ni una bailarina virtuosa haciendo gala de fuerza. Quería algo inalcanzable. Algo que pareciera venir del aire. Su inspiración llegó de la mitología nórdica, particularmente de una criatura de la mitología germánica, un espíritu femenino del viento, etérea y fugaz conocido como sílfide. Era una imagen en sintonía con la sensibilidad de la época, marcada por la literatura gótica, el interés por lo sobrenatural y la atracción por lo misterioso. En Francia, el auge del romanticismo impulsaba obras en las que lo real y lo fantástico se confundían, y Filippo, visionario como era, estaba convencido de que el ballet podía hablar ese mismo idioma.
La Sílfide cuenta la historia de James, un joven escocés, quien está comprometido con Effie, pero el día de su boda es visitado por una sílfide, una criatura aérea que lo atrae fuera del mundo real. Fascinado, abandona a su prometida y sigue a esta aparición hacia el bosque. Allí, en un intento por retenerla, recurre a la ayuda de una bruja —Madge— que le entrega un velo encantado. Pero el regalo resulta fatal: al colocarle el velo a la sílfide, sus alas caen, y con ellas su vida, dejando a James solo, pues para entonces Effie ha decidido casarse con otro.
En cuanto a la coreografía, Filippo sabía desde el inicio exactamente lo que buscaba. Todo debía parecer ligero, flotante, casi irreal. No habría grandes saltos ni muestras evidentes de fuerza. El movimiento debía fluir como un suspiro. Fue entonces cuando tomó una decisión que cambiaría el ballet para siempre: construir toda la pieza sobre el uso de las puntas. Hasta ese momento, bailar en punta era un recurso llamativo que se usaba en momentos específicos, casi como un truco. Filippo lo transformó en un lenguaje escénico completo. Las puntas no serían una acrobacia, sino una herramienta para borrar la gravedad. De este modo, el contraste entre los personajes estaría marcado por el estilo de danza. Effie, realista, bailaba con los pies firmemente apoyados; la sílfide, en cambio, apenas tocaba el suelo.
Sin embargo, más allá de la historia, el centro de todo su proyecto era sin duda Marie, su hija. Con un carácter firme que escondía una profunda sensibilidad, había nacido en Estocolmo en 1804 y no había nada en sus primeros años que indicara una aptitud para la danza, mucho menos la posibilidad del estrellato. Tenía la espalda levemente curvada, algo que podría considerarse como una desventaja grave para una bailarina. Sus brazos carecían de la definición que dictaban los cánones estéticos de entonces. Su cuerpo no se ajustaba al ideal clásico, y varios maestros la descartaron como “no apta” para el escenario. Pero Filippo se negó a aceptar ese veredicto. Decidido a convertir a su hija en una artista excepcional, tomó las riendas de su formación con una intensidad casi inhumana. Durante años, la hizo ensayar seis horas diarias, sin interrupción. Trabajaron obsesivamente en alargar las líneas del cuerpo, suavizar cualquier signo de esfuerzo y alcanzar un equilibrio perfecto entre control técnico y apariencia etérea. Nada debía parecer forzado. Marie debía flotar.
Su debut profesional se llevó a cabo en Viena en 1822, cuando ella tenía 18 años. A continuación, siguieron Stuttgart, Múnich y Nápoles. En cada ciudad, su técnica se refinaba, pero todavía no encontraba el papel que la definiera. Era respetada, incluso admirada por algunos, pero no famosa. No aún. El punto de inflexión llegó con La Sílfide, el espejo exacto de lo que ella había trabajado durante años: una figura sin peso, sin esfuerzo, sin carne visible. Era el papel que había sido moldeado para su cuerpo, su técnica y su temperamento. O más bien: era el papel que su padre había creado para ella.
«No era una mujer quien danzaba aquella noche, era un alma, un perfume, una visión», fue la evaluación de Théophile Gautier, uno de los críticos que asistió al estreno el 12 de marzo de 1832 en la Ópera de París. Aquella noche, el baile en puntas de Marie —por primera vez sostenido durante toda una obra— no era un número aislado, sino una poética constante. Lo que hacía en escena no parecía humano, y sin embargo era producto de un cuerpo entrenado hasta el límite. La técnica se volvió invisible, el esfuerzo se disolvió en belleza. El público difícilmente podía esconder su emoción. La respuesta fue inmediata y desbordante. Esa noche, La Sílfide no solo consagró a Marie como la gran estrella de la escena europea, sino que cambió para siempre la estética del ballet. El estilo romántico había encontrado su forma: la bailarina aérea, el tutú vaporoso, la figura trágica que habita entre mundos.
Después de esa mágica noche en París, las jóvenes europeas comenzaron a copiar el peinado de Marie, llevando coronas de trenzas sobre la cabeza. Las modistas replicaban su vestuario. La prensa no hablaba de otra cosa. Se empezaron a vender miniaturas con su figura en porcelana, se escribieron poemas en su honor. Sus más atrevidos admiradores trataban de arrancarle piezas de vestuario para conservar como recuerdos. Su fama cruzó fronteras. Bailó en Londres, Berlín, Milán, San Petersburgo. En Rusia, fue recibida como una emperatriz. Se dice que los cosacos despejaban las calles a su paso. Una peculiar anécdota de esos años lo resume con extrañeza y precisión: tras una función especialmente celebrada, un grupo de admiradores entusiasmados organizó una cena cuyo plato principal era nada menos que un par de zapatillas de ballet que Marie había usado. Las cocinaron con salsa y las sirvieron entre brindis y aplausos.
No obstante, la fama suele ser efímera, y aunque el periodo de mayor reconocimiento de Marie duró más de una década, decidió hacer una pirueta hacia el costado en 1847. Después de una gira triunfal en San Petersburgo, el último gran escenario que la recibió con fervor, se retiró discretamente del foco público.
La vida después de la gloria fue más dura de lo que sus admiradores habrían imaginado. Durante un tiempo, enseñó ballet en Londres bajo modestas condiciones económicas. Vivía sin lujos, casi sin reconocimiento. Sus alumnos —que la veneraban tanto como la temían— recordarían años más tarde a una mujer delgada, rígida, exigente hasta el extremo. No toleraba la ostentación técnica ni los excesos de expresión. A menudo interrumpía los ensayos con correcciones implacables, tanto que incluso su padre habría quedado sorprendido.
Filippo se despidió del mundo en 1871, recordado por las coreografías que había creado y seguían siendo replicadas, y Marie murió en Marsella en 1884, casi olvidada. En ese momento no hubo grandes homenajes ni nadie que la recordara con una corona de trenzas en el cabello. Su estilo, que había marcado una revolución, había sido desplazado por una nueva forma de entender el ballet. En San Petersburgo, el francés Marius Petipa lideraba una nueva era de ballets largos, complejos, centrados en la perfección técnica y en el virtuosismo masculino. Era otro mundo. El estilo Taglioni, con su atmósfera brumosa y sus sílfides frágiles, había quedado en segundo plano. Pero no había desaparecido completamente, sino que había quedado suspendido —como ella, en puntas— esperando una nueva oportunidad para resurgir.
En el siglo XX, con el auge de las reconstrucciones históricas y el interés por los orígenes del repertorio romántico, La Sílfide volvió a los escenarios y, con ella, el legado estético y emocional que Filippo y Marie habían creado. Técnicamente, su gran aporte —el uso formal y expresivo de las puntas— se volvió parte esencial del vocabulario clásico. Estéticamente, la imagen de la bailarina etérea, vestida de tul blanco y envuelta en un aura melancólica, sobrevive en obras como Giselle o La Bayadère. Y, sobre todo, persiste su impacto emocional: el deseo de hacer visible lo invisible, de capturar en un solo gesto algo bello, frágil e inalcanzable.
En cuanto a Marie, su memoria se fue recuperando con el tiempo. La que por mucho tiempo se creyó su tumba (se desveló que el lugar no era preciso), discreta y algo gastada por el tiempo, está alejada del dramatismo escultórico que suelen tener los mausoleos de artistas célebres. No hay una sílfide tallada en mármol, ni una gran inscripción que recuerde su gloria. Solo su nombre, la fecha de su muerte y algunas flores secas que alguien dejó sin ceremonia. Y, eso sí, un montón de zapatillas. No es raro que bailarinas, profesionales o estudiantes, visiten la tumba y dejen sus zapatillas de punta sobre la piedra. Es un gesto íntimo, un agradecimiento por haberles regalado una parte del arte que aman.
En un estudio moderno, una bailarina contemporánea ensaya La Sílfide. Seguramente la música de Schneitzhoeffer ahora sale por un parlante y no de un piano, pero el gesto es el mismo. Brazos largos, puntas, el intento de parecer ingrávida. No importa cuánto haya cambiado la técnica ni cuántos estilos hayan pasado desde entonces, cuando la bailarina se lanza al primer arabesque, el pasado entra con ella. La historia de los Taglioni está tejida en cada versión de esta obra. En cada zapatilla de punta que se calza, en cada movimiento que oculta el esfuerzo, en cada decisión coreográfica que privilegia la ligereza sobre el impacto. Marie no fue solo una estrella, fue un lenguaje; y Filippo, su arquitecto.
Por mi parte, escucho a amigas bailarinas hablar sobre Marie como una inalcanzable leyenda, y confieso que intento imaginar que la tengo delante cuando veo en el escenario a la artista que en esta ocasión encarna a La Sílfide. Me pregunto qué pensaría ella —y Filippo también, por supuesto—, al darse cuenta de que su experimento familiar terminó marcando una estética que aún, dos siglos después, influye de tal manera en tan maravilloso arte.