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Foto del escritorCami Calasich

Pigmalión

Ovidio, Shaw, y la estatua que terminó protagonizando un musical


«Entre tanto, níveo, con arte felizmente milagroso, esculpió un marfil, y una forma le dio con la que ninguna mujer nacer puede, y de su obra concibió él amor», relata Ovidio en las Metamorfosis. Este poema de quince volúmenes de extensión narra la historia desde el origen del mundo hasta el catasterismo de Julio César, tomando desde la literatura latina relatos de la mitología griega y sucesos históricos. Esta cita en particular pertenece el décimo libro, específicamente al poema «Pigmalión», cuya historia es la de un escultor enamorado de su obra, la cual es traída a la vida por la diosa Venus. Esta estatua convertida en ser humano recibió el nombre de… ¿Eliza Doolitle? ¿O fue acaso La Mujer Maravilla?


Ahondando un poco más en los detalles, este poema cuenta la historia de Pigmalión, un escultor de Chipre que se rehusaba a casarse por desconfiar de la moral femenina. Sin embargo, un día esculpió en marfil una mujer que para él era sinónimo de perfección, de la cual cayó perdidamente enamorado. Pasó días y noches contemplando su creación, hasta que Venus vio cuánto amor sentía Pigmalión por su escultura y decidió concederle la vida. El cuerpo de la mujer de marfil comenzó a entibiarse y su dureza ceder al tacto, mismo que comenzaba a ser capaz de percibir latidos bajo lo que se había convertido en piel. La estatua, que en realidad fue nombrada Galatea, despertó enamorada de su creador, se casaron y tuvieron un hijo en honor al cual se nombró la isla de Pafos.

Varias historias contenidas en las Metamorfosis tomaron gran relevancia a partir del Renacimiento, y el caso de Pigmalión no fue excepción alguna. Jean-Léon Gérôme, Goya y Étienne Falconet fueron algunos de los que pintaron y esculpieron sus versiones del relato, mientras que Shakespeare, Edith Wharton, Henry James, Rousseau y Borges estuvieron entre los tantos que se basaron en el mito o lo referenciaron en sus historias. Incontables poemas fueron escritos, óperas compuestas y obras representadas tomando a Pigmalión como punto de partida o su concepto como base. Incluso llegó a penetrar en la cultura popular a través de personajes como la Mujer Maravilla (su creador dijo haberse inspirado en esta historia para el origen del popular personaje, siendo esta el equivalente a Galatea, y su madre, Pigmalión), o Pinocho, ya que muchos afirman que tiene el mismo concepto de fondo. Sin embargo, si existe una adaptación que ha trascendido en la historia, convirtiéndose en un clásico y capturando la atención de miles desde su estreno, es aquella escrita por George Bernard Shaw.


En 1913, Shaw estrenó Pigmalión, una obra de teatro en la que trasladó el escenario de la historia original a Inglaterra, convirtió al escultor en un no muy cortés profesor de fonética, Henry Higgins, y a Galatea en una florista de carácter combativo y sin educación, Eliza Doolittle. A lo largo de la obra, la forma en la que el profesor Higgins «esculpe» a su Galatea es instruyendo a la joven para conseguir que aprenda a pronunciar adecuadamente su idioma, algo de lo que ella parece incapaz, con el objetivo de hacerla pasar por una duquesa y, con ello, ganar una apuesta. A la vez, Eliza busca aprender a hablar apropiadamente para tener la oportunidad de conseguir un mejor trabajo, objetivo mediado por los curiosos métodos del profesor, los cuales, de vez en cuando, terminan por sacar de quicio a la joven.


No obstante, el fundamento de este relato difiere del original en un aspecto fundamental: Shaw no convirtió a los personajes en una pareja, sino que creó una especie de vinculación platónica y de dependencia. El Pigmalión de esta historia no entabla una relación romántica con su creación, pero se da cuenta de que no puede vivir sin ella. Esta modificación fue justificada por el autor en una carta a Patrick Campbell, una de las primeras actrices que interpretaron a Eliza. En esta, señala que desde el momento en que el personaje mejora su forma de hablar, se libera de su limitación inicial, consigue su independencia y «debe mantener su orgullo y triunfo hasta el final», lo que no sería posible si su historia desemboca en una relación entre ambos. Así, cuando Eliza se enfrenta al profesor, Higgins termina dándose cuenta de que «Galatea ha cobrado vida propia finalmente».


La nueva dimensión a la que se llevó el mito captó la atención de los lectores, el público y la crítica; pero cuando se trata de George Bernard Shaw, suele existir algo más allá de la historia en sí misma. En este caso, el autor compartía personalmente la crítica hecha por su protagonista masculino, es decir, consideraba que los angloparlantes no sabían hablar su propio idioma adecuadamente y que la pronunciación variaba tan abismalmente debido a su escritura no fonética, que no podían entenderse ni siquiera entre ellos. Como el dramaturgo consideraba que el arte podía ser más que solo arte y abogaba por su función didáctica, escribió toda esta obra con el objetivo de enseñar a su público a hablar adecuadamente.


Más allá de que la obra enseñara o no, definitivamente entretenía, y fue tal su popularidad que la historia de los nuevos Pigmalión y Galatea fue llevada al cine. En 1938, luego de un difícil proceso para convencer a Bernard Shaw, Leslie Howard y Wendy Hiller protagonizaron una adaptación cinematográfica supervisada por el mismo autor, quien además escribió nuevos diálogos y amplió algunas escenas. Se quitó la esencia teatral, se añadieron secuencias, un par de ejercicios de pronunciación que se hicieron icónicos y se expandieron los roles de ciertos personajes, y con ello, este filme ganó un Oscar y obtuvo otras tres nominaciones. Sin embargo, la historia no se quedó ahí, sino que esta nueva versión fue tomada como punto de partida para un musical que cosecharía incluso más éxitos: Mi Bella Dama.


Este musical de 1956 tomó la historia con todas las modificaciones hechas para la película y fue protagonizado por Julie Andrews y Rex Harrison en los roles homólogos a Pigmalión y Galatea. Luego de estrenarse en New Haven a la merced de desastres climáticos, problemas mecánicos y una Eliza Doolitle con la peluca al revés, la producción abrió en Nueva York y pasó a convertirse en el show que más tiempo había durado en la historia de Broadway hasta ese momento. Además, obtuvo seis premios Tony.

A continuación, y para terminar, esta historia hizo una última parada, llevando este musical a la pantalla grande. Harrison se mantuvo en el personaje de Higgins, pero Andrews aún no tenía un nombre en la industria del cine, por lo que los productores optaron por el camino seguro y le dieron el rol de Eliza a la aclamada actriz Audrey Hepburn. Con 25 números musicales y casi tres horas de duración, esta producción de 1964 encantó al público y se llevó un Oscar a mejor película. Hasta hoy, tanto la versión teatral como la adaptación cinematográfica son consideradas clásicas en el mundo del teatro musical.


Definitivamente, una historia sustentada en un concepto peculiar que pasó por muchas etapas diferentes, cada una con su encanto particular, que llevaron a los protagonistas de un mito griego por un viaje en el que terminaron muy lejos de donde habían empezado. Personalmente, conocí la historia algún tiempo atrás y disfruté todas las versiones, pero en modo inverso. Es decir, inicialmente a través de la película musical, aquella basada en un musical de teatro, concebido a partir de otra película, basada en una obra, nacida de un poema inspirado en un mito. Y eso que esta es solo una de las rutas que tomó el poema de Ovidio, ni qué decir del resto de las Metamorfosis.




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