Seis problemas para don Isidro Parodi, 1942. Título y año en los que al público latinoamericano se le presentó por primera vez a Isidro Parodi, un ex-peluquero encarcelado por un crimen que no cometió, quien dedicaba sus días a resolver enigmas al estilo del mismísimo Hércules Poirot, pero con algo más de humor y un toque evidentemente argentino. Sin embargo, misterio incluso más interesante que los resueltos por el ávido detective sería el de las manos detrás de su creación, escondidas bajo el nombre de un tal H. Bustos Domecq.
De acuerdo a un perfil del autor al inicio del mismo libro, Honorio Bustos Domecq habría nacido en 1893 e iniciado sus labores literarias en 1907. A los pocos años comenzaría a ganar cierta notoriedad, publicando con bastante frecuencia hasta la década de 1930, para luego serle encomendados un par de cargos públicos. Se le atribuyen varios libros con títulos al estilo de «Vida y muerte de don Chicho Grande, de, ¡Ya sé leer!» y se hace hincapié en sus cuentos policiales. Por supuesto, todo lo anterior es tan ficticio como la autora del supuesto perfil, una tal Adelma Badoglio, maestra del propio Domecq. Lo cierto es que sobre el verdadero autor sería imposible escribir una biografía, sino que sería necesario que se escribieran dos, las de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
Borges, quien había nacido el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, Argentina, había crecido en un hogar de letras gracias a la influencia de su padre, destacado profesor y escritor. Pasó parte de sus años formativos en Ginebra, Suiza, donde expandió su conocimiento en diferentes idiomas y culturas. Su regreso a Buenos Aires lo llevó a estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras, donde profundizó en la literatura clásica. Durante la década de 1920, comenzó a publicar poemas y ensayos en revistas literarias, ganando reconocimiento en los círculos intelectuales de la época y estableciendo las bases de su exitosa carrera literaria.
Eje fundamental de estos círculos era Victoria Ocampo, reconocida literata argentina que tenía por costumbre reunir en su casa a miembros de la élite cultural de su país y del extranjero. Fundadora de la revista Sur, comenzó a publicar los escritos de Borges, colaboración de la que nació una amistad. Así, el escritor pasó a ser uno de los invitados frecuentes a sus cenas y reuniones. Una de estas sirvió como escenario para un encuentro del que surgirían grandes aportes y algunas anécdotas para la literatura latinoamericana.
En algún momento de una de las reuniones que se llevaron a cabo entre 1931 y 1932, Borges, un tanto alejado del resto de los demás invitados -como era su costumbre-, fue abordado por Victoria con la intención de presentarle a un joven a quien llevaba del brazo. Se trataba del hijo de una amiga suya, enviado por su madre para que conociera al ya afamado autor con la esperanza de que orientara sus aspiraciones literarias. La anfitriona no tuvo que esforzarse demasiado en la presentación, pues tras las primeras palabras intercambiadas entre ambos quedaba claro que no necesitaban ayuda alguna para congeniar. Por supuesto, se trataba de Bioy Casares.
Nacido el 15 de septiembre de 1914, desde temprana edad mostró un enorme interés por la literatura, sumergiéndose en la biblioteca familiar y explorando obras de autores clásicos y contemporáneos. Aunque sus inclinaciones literarias comenzaron a tomar forma en la adolescencia a través de la escritura de cuentos y experimentación con diferentes géneros, no fue hasta su ingreso a la Universidad de Buenos Aires a los 18 años que decidió dedicarse por completo a su creciente pasión, dejando atrás el mundo académico. Durante este período de su vida, el destino -su madre- intervino y lo conectó con una figura que tendría un enorme impacto en su futuro. Conocer a Borges representaba una enorme oportunidad para el desarrollo de su carrera literaria, pero mientras se preparaba para asistir a la reunión, no imaginaba que también implicaría un enorme aporte a su vida personal.
Borges y Bioy se habían sumergido en una profunda conversación desde el primer momento, hasta que un «No sean mierdas, vengan y hablen con mis invitados» por parte de la anfitriona sobresaltó al primero, haciéndolo derribar accidentalmente la lámpara de mesa que tenía al lado. Según Bioy Casares dejó escrito, esa pequeña muestra de la torpeza del escritor «me lo señaló como un alma gemela entre gente tan segura de sí y tan cómoda». Era el inicio del camino hacia una colaboración literaria fructífera y una amistad duradera.
El primer y poco predecible paso de este recorrido fue un texto comercial sobre los lácteos para el negocio del padre del más joven. Escribir sobre la leche cuajada fue una experiencia interesante y un éxito como panfleto publicitario, pero después de ello el avance hacia una mayor colaboración se vio interrumpido por problemas geográficos. El joven Adolfo había sido puesto a cargo de la hacienda familiar tras su decisión de abandonar sus estudios formales, lo que significaba su relocalización en el campo. Borges, por su parte, no podía estar menos acostumbrado a la vida rural, por lo que sus visitas eran muy escazas y solían terminar con alguna anécdota memorable como la vez en que se cayó del caballo de su amigo al tratar de probar sus habilidades como jinete. De cualquier manera, las pocas veces que tuvieron la oportunidad de coincidir durante esa década, particularmente las conversaciones en las que veían ponerse y salir al Sol, se convirtieron en la base de la enorme influencia que tendrían uno sobre el otro.
Entrando en la década de 1940, Bioy contrajo matrimonio con Silvina Ocampo, hermana menor de Victoria, gran escritora y, cómo no, también amiga de Borges. La pareja se asentó en Buenos Aires, lo que permitió que la relación entre los escritores llegara a su punto de mayor cercanía. Varias veces a la semana Borges se quedaba a cenar con ellos como uno más de la familia, mientras que el matrimonio y algún invitado ocasional se deleitaban con la versión más relajada y amena del autor compartiendo su mesa.
Estas cenas se convirtieron en la excusa perfecta para comenzar a colaborar. Cada vez que Borges llegaba de visita, inmediatamente después de comer ambos escritores pasaban al estudio del anfitrión, donde dedicaban horas a discutir ideas y vaciarlas en papel a cuatro manos. El proceso era simple: se sentaban frente a frente y el primero en pensar en una frase la decía; si el otro la aprobaba era escrita y pasaban a la siguiente, y si no, seguían intentando. Durante esas sesiones el par no hacía sino divertirse con los relatos que inventaban, burlándose del mundo entero, para luego concluir la reunión escuchando algo de música clásica a todo volumen. Era frecuente que Silvina escuchara tras la puerta y los interrumpiera para saber a qué se debían tan estruendosas carcajadas o para pedirles que le bajaran un poco a la música, pues molestaba a los vecinos. En fin, se la pasaban de maravilla.
Fue así que nació su primera obra conjunta, Seis problemas para don Isidro Parodi, en la cual presentaban a su famoso detective, quien acompañaría otros tres de sus escritos. No obstante, debido al tono satírico del texto y la gran diferencia con relación a sus publicaciones individuales, decidieron que el autor debía ser otro, alguien a quien el mundo desconociera. Nació así Honorio Bustos Domecq -combinando el apellido de un abuelo de Borges (Bustos) y una abuela de Bioy (Domecq)-, quien tenía un estilo propio y era tan tridimensional que podría fácilmente pasar por una persona de carne y hueso.
En las poco más de tres décadas siguientes, en medio de sus publicaciones personales -su trabajo serio, como lo llamaban-, el dúo colaboró con frecuencia en relatos y hasta guiones cinematográficos (estos firmados como Benito Suárez Lynch), pero incluso más grande que su magnífico aporte a la literatura fue su relación personal. Además de verse en casa de Bioy, habitualmente salían a pasear y tomar fotografías de la ciudad mientras conversaban sobre aquello que estuviera ocurriendo en sus vidas en ese momento. Eso sí, la relación funcionaba a la inversa de lo que podía esperarse. Era Borges quien buscaba consejo respecto a asuntos personales y Bioy quien se lo ofrecía. De hecho, el más joven escribió en un diario dedicado a las anécdotas vividas con su amigo (titulado «Borges» para su publicación) cómo es que incluso la madre de Borges solía comentarle divertida cómo, con cada dificultad a la que se enfrentaba, su hijo prefería “consultarlo con Adolfo” antes de tomar cualquier decisión. Él y Silvina eran los encargados de escuchar todas las penas de amores de su amigo mientras que jamás, en todos los años que mantuvieron su cercanía, ocurrió al revés.
Bioy intentó consolar a su amigo cuando la vejez y la ceguera se impusieron como nuevos obstáculos en sus intenciones de encontrar una pareja, pero Borges terminó cediendo a un matrimonio arreglado por su madre. La unión estaba destinada al fracaso y el escritor se apoyó esta vez en una nueva amiga mucho más joven que él, María Kodama, con quien inició una relación amorosa tras haberse divorciado en 1970.
Desafortunadamente, toda colaboración llega a su final, y este sería el inicio del fin para la dupla de literatos. Los viajes de Borges y su nueva pareja se hicieron cada vez más frecuentes, a la vez que las visitas a su amigo disminuían. De a poco se fueron distanciando, hasta que las que una vez fueron extensas, divertidas y profundas conversaciones se convirtieron en escasos intercambios de palabras. «Es triste, si vemos la vida como un cuento, que una amistad como la nuestra se quiebre en los últimos tramos», escribió Bioy en el diario de su amistad, y tenía toda la razón.
Borges y María Kodama se mudaron a Ginebra tras el diagnóstico de cáncer que le habían hecho al autor, algo de lo que Bioy Casares no había sido informado. Sin embargo, en mayo de 1986 recibió una llamada en la que Kodama le comentaba el delicado estado de su colaborador y amigo. Bioy y Silvina consiguieron intercambiar una pequeña conversación telefónica con él, quien, aparentemente entre lágrimas, les dijo que no volvería más. Desde Argentina, la pareja falló en advertir que se trataba de una despedida definitiva.
Cuando un mes más tarde Bioy se encontraba comprando un libro en la calle, un desconocido se le acercó y comenzó a hablarle sobre la muerte de Borges y fue así como se enteró. «Seguí mi camino (…) sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges», registró en el diario. Para Bioy, el inicio de un camino sin uno de sus amigos más queridos; para el mundo, la pérdida de uno de los más grandes autores latinoamericanos y el final de una de las más fascinantes colaboraciones literarias.
Me topé con las publicaciones de Bustos Domecq hace muy poco y las disfruté muchísimo. Tanto así que, tras descubrir cómo fueron creadas, me habría encantado estar ahí. Quizá no en medio de una de las reuniones de Borges y Bioy (no querría estropear la genialidad), pero imagino lo entretenidas que debieron haber sido esas cenas y lo divertido que habría sido escuchar la música y las risas junto a Silvina a través de la puerta.