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El Cascanueces (o el enredado proceso de musicalizar la Navidad)

  • Foto del escritor: Cami Calasich
    Cami Calasich
  • 1 dic
  • 6 Min. de lectura
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París, 1891. Tchaikovsky, el afamado compositor ruso se encontraba de visita en la ciudad en busca de respuestas. Estaba trabajando en un exigente proyecto que no podía resolver y, artista como era, decidió visitar un taller donde novedosos instrumentos eran manufacturados para encontrar inspiración. E inspiración encontró, pues solo le bastó escuchar el sonido de un instrumento que aún no había llegado a suelo ruso para encajar algunas piezas faltantes en el proceso de composición de lo que eventualmente se convertiría en el clásico navideño global conocido como El Cascanueces.


Esta obra no había sido idea suya, sino que había sido contratado por el director de los Teatros Imperiales, Iván Vsévolozhsky, y el coreógrafo Marius Petipa para musicalizar el proyecto en el que se encontraban trabajando. Lo cierto es que, tiempo atrás, en busca de un nuevo repertorio, Vsévolozhsky había puesto en manos de Petipa la realización de una coreografía y un libreto inspirados en la historia de 1816 de E.T.A. Hoffmann, “El Cascanueces y el Rey de los Ratones”. El problema era que esa historia en particular no servía sino para un ballet de pesadillas.


Esta versión, la original, cuenta la historia de la pequeña Marie, quien en Nochebuena recibe un extraño cascanueces de madera de su padrino Drosselmeyer, un inventor tan brillante como inquietante. Esa noche, tras cortarse el brazo con el mueble de vidrio al intentar proteger al Cascanueces, despierta en medio de una aterradora batalla entre sus juguetes y el monstruoso Rey de los Ratones de siete cabezas, que busca venganza por una antigua maldición. El Cascanueces, en realidad un joven transformado por derrotar a la Reina de los Ratones, conduce a Marie a un mundo onírico donde el asombro se mezcla con la amenaza, y cuando ella finalmente declara su amor por él a pesar de su forma “feísima”, la maldición se rompe; él recupera su aspecto de príncipe y la lleva consigo para reinar en su reino encantado, sin jamás poder volver a su realidad.


Petipa no estaba convencido de querer contar esta historia, así que se puso a indagar y dio con una versión distinta, la que Alejandro Dumas había adaptado en 1844. En esta versión, la historia se vuelve mucho más luminosa y amable: Marie (que luego Petipa llamaría Clara) es una niña más ingenua y risueña, el peligro pierde su filo, el Rey de los Ratones ya no es un monstruo de siete cabezas sino un antagonista más caricaturesco, y la batalla nocturna se suaviza hasta volverse casi un juego. Drosselmeyer deja de ser una figura inquietante y pasa a ser un padrino excéntrico pero simpático. Lo más notable es el final: Marie no abandona su mundo ni se esfuma hacia un destino ambiguo, sino que vive una aventura maravillosa y regresa tranquilamente a casa. El tono general es más dulce, más navideño y perfecto para lo que Petipa tenía en mente.


Con la base que utilizaría ya elegida, el coreógrafo se puso manos a la obra, y lo hizo muy a su manera. Diseñó con lujo de detalles la dramaturgia, estructura y ritmo mucho antes de que Tchaikovsky compusiera una nota, o siquiera se enterara de la existencia del proyecto. Compases exactos para cada baile, marcas de tempo, preferencias para la instrumentación y tono emocional de cada pieza. Sus notas incluían indicaciones como «32 compases - allegro - para la entrada del Caballero. 48 compases - moderato - para Clara y el Príncipe cruzando el Bosque Nevado». Con razón, Tchaikovsky lo adoraba, lo odiaba y le temía.


De hecho, cuando el encargo le llegó al compositor, este se encontraba un tanto reticente. Él ya había trabajado para Petipa y Vsévolozhsky, componiendo La Bella Durmiente, estrenada en 1890, pero ahora las circunstancias eran distintas. No solo se encontraba exhausto por encargos constantes (le pidieron trabajar en la ópera Iolanta prácticamente al mismo tiempo), sino que le parecía que a El Cascanueces le faltaba profundidad en comparación con La Bella Durmiente. Si a eso se le añade que acababa de perder a su hermana mayor, una de las personas más importantes en su vida, no es de extrañar que convencerlo de aceptar fuera una tarea difícil.


Aun así, algo desanimado y falto de inspiración, Tchaikovsky comenzó a escribir. Dada la naturaleza de la historia, y guiándose por los parámetros tan específicos diseñados por Petipa, su primer punto de iluminación fueron coros infantiles e instrumentos de juguete. Poco a poco, fue experimentando con nuevos sonidos, como la pandereta, percusiones exóticas o el glockenspiel. Y justo cuando sentía que una pieza fundamental le hacía falta, encontró la celesta.


El hallazgo ocurrió en el taller de instrumentos musicales Mustel & Fils, donde Auguste Mustel había creado un peculiar instrumento con la apariencia de un pequeño piano que, a través de pequeños martillos que golpeaban láminas metálicas por acción de las teclas, emitía un sonido similar al de campanas de un timbre casi celestial. Tchaikovsky nunca había escuchado algo así y quedó maravillado. Supo inmediatamente que el instrumento era perfecto para un personaje fundamental de la obra, el Hada del Azúcar, y, más aún, que nadie debía utilizar el instrumento antes que él.


Así lo reflejó en una carta que envió a su amigo y editor, Pyotr Jurgenson, en la que le pedía «Por el amor de Dios, ten en cuenta que nadie aparte de mí debe oír los sonidos de este maravilloso instrumento antes de que sea tocado en mis obras, donde se utilizará por primera vez. Si el instrumento llegara antes que yo a Moscú, entonces debes protegerlo de los extraños». Claramente, sabía que había encontrado algo especial, lo que pareció elevarle el ánimo con respecto al proyecto que se encontraba navegando. Eso sí, esto no impidió que muchos académicos a lo largo de la historia detectaran cierto grado de melancolía en toda la composición, muy probablemente atribuible a que la muerte de su hermana le pesaba profundamente.


No obstante, el compositor no fue el único cuyos problemas personales tuvieron un impacto sobre este ballet. Cuando ya se encontraba bastante cerca de concluir el diseño de la coreografía, Petipa cayó enfermo. Él, quien había mantenido un control minucioso y casi obsesivo de este proyecto desde el momento inicial, de pronto se encontró en medio de altas fiebres, una afección de la piel y una severa debilidad a poco tiempo de iniciar los ensayos. Entra Lev Ivanov.


Ivanov era su asistente. Coreógrafo excepcional, pero mucho más fluido y lírico en comparación al estilo académico de Petipa. Él se encargó de coreografiar el Vals de las Flores y la Danza de los Copos de Nieve, además de algunas otras pequeñas piezas (aunque es complicado determinar con precisión qué se le atribuye a quién). Suele decirse que la Danza de los Copos de Nieve es una de las más hermosas en todo el Ballet Imperial, y debe su existencia a que quien la había ideado originalmente, Petipa, no estaba en condiciones de salud para hacerse cargo de ella. En fin. El show debía continuar.


Y continuó, pero no con los resultados esperados. Cuando el ballet se estrenó el 18 de diciembre de 1892, la recepción fue decepcionantemente tibia. Algunos detalles individuales fueron apreciados por la crítica, pero la cantidad de niños en escena, la estructura narrativa, partes del argumento y la complejidad de la música no terminaron de convencer ni a los críticos ni al público.


No sería hasta 1954 que las cosas comenzaron a verse un poco más como las vemos hoy. Fue un miembro de la compañía que había interpretado este ballet en San Petersburgo durante su juventud quien se encargó de ello. Geroge Balanchin, maestro del ballet y excepcional coreógrafo, llevó la obra a los Estados Unidos y la reimaginó para su nueva audiencia. Enfatizó el tema infantil y navideño, y les dio mayor profundidad a los personajes, a la vez que utilizaba los gustos teatrales del público de este lado del mundo. ¿Es necesario decir que convirtió este ballet en un fenómeno global?


Confieso haberme quedado pensando en que Petipa, con su obsesivo control, quizá no habría aprobado las modificaciones finales. Aunque seguramente habría apreciado que su creación se convirtiera en el ballet más representado de la historia. Yo vi una preciosa versión hace poco y comprendo que lo sea. Eso sí, no estoy segura de si agradecer su existencia a Hoffmann, Dumas, Vsévolozhsky, Petipa, Tchaikovsky, Ivanov, Balanchine, o los artistas que en tantas partes del mundo lo traen a la vida. Mejor agradezco a todos ellos y quedo atenta a mi próximo encuentro con esta historia.

 
 
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© Cami Calasich

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